Regada de sol te encuentra
la tarde diáfana de Enero;
de ese sol que es sólo palabra
sin fe, de calor de ropa.
No hay tránsito en tus veredas,
las sombras de los perros
huyeron en el estrépito del abandono.
La lluvia te destiñe.
¡Ay! Tanta claridad mentida que parece
traer con sus gotas,
simulaciones desprendidas
desde lo alto.
Todo es opaco:
opacas las plazas, lo verde, el yuyal;
opacas las casas, la vereda, el canal;
y son opacas las fotos,
las calles, los hechos de la
Historia y, más opaco aun,
tu nombre en la ruta.
¿Quién te rescatará del olvido
en la anécdota familiar si
hasta tus fotos envejecieron?
Estás formándote una
en los ojos sin color de los viejos
que no soportan tanta lluvia
en tantas tardes tan dispares
al recuerdo de su infancia
(siempre habrá mentira en la memoria).
Vedada de cualquier progreso
te riegas de la luz,
que pareciera morir en
poco más de ocho minutos.
Los mapas lentamente te olvidan.
Sólo atraídos por tu baño de sol
los curiosos conocen tus áridas calles.
Y serás fugaz en el recuerdo
de los hombres, una mancha
de luz para el viajero.
Ha pasado el tiempo
y en las amarillas páginas
de las historias se evaporó
la tinta que velaban las letras
de tu nombre.
La marcha va concluyendo.
Al partir, el vate sobre su hombro
posó la vista en tu precario
horizonte húmedo de luz;
y sus labios se hicieron eco
de la sentencia que siglos atrás
prorrumpiera el joven poeta
londinense:
“And, little town, thy streets for evermore
will silent be; and not a soul to tell
Why thou art desolate, con e’er return”
Pasado el diluvio no habrán ojos
Que te velen.