lunes, 13 de diciembre de 2010

No me dio el piné

Regada de sol te encuentra

la tarde diáfana de Enero;

de ese sol que es sólo palabra

sin fe, de calor de ropa.

No hay tránsito en tus veredas,

las sombras de los perros

huyeron en el estrépito del abandono.

La lluvia te destiñe.

¡Ay! Tanta claridad mentida que parece

traer con sus gotas,

simulaciones desprendidas

desde lo alto.

Todo es opaco:

opacas las plazas, lo verde, el yuyal;

opacas las casas, la vereda, el canal;

y son opacas las fotos,

las calles, los hechos de la

Historia y, más opaco aun,

tu nombre en la ruta.

¿Quién te rescatará del olvido

en la anécdota familiar si

hasta tus fotos envejecieron?

Estás formándote una

en los ojos sin color de los viejos

que no soportan tanta lluvia

en tantas tardes tan dispares

al recuerdo de su infancia

(siempre habrá mentira en la memoria).

Vedada de cualquier progreso

te riegas de la luz,

que pareciera morir en

poco más de ocho minutos.

Los mapas lentamente te olvidan.

Sólo atraídos por tu baño de sol

los curiosos conocen tus áridas calles.

Y serás fugaz en el recuerdo

de los hombres, una mancha

de luz para el viajero.

Ha pasado el tiempo

y en las amarillas páginas

de las historias se evaporó

la tinta que velaban las letras

de tu nombre.

La marcha va concluyendo.

Al partir, el vate sobre su hombro

posó la vista en tu precario

horizonte húmedo de luz;

y sus labios se hicieron eco

de la sentencia que siglos atrás

prorrumpiera el joven poeta

londinense:

“And, little town, thy streets for evermore

will silent be; and not a soul to tell

Why thou art desolate, con e’er return”


Pasado el diluvio no habrán ojos

Que te velen.

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