Perdona mis dobleces, bien amada.
Dispénsame del final anhelado
largamente en los sueños del velado
dolor, al que mi idilio desagrada.
La agonía y un rosal, luego nada.
El abyecto puñal, entreverado
de alcohol y de pausa, roza el plateado
hilo vital de la triste alborada.
Su sopor, ya mil veces repetido,
dormita entre nosotros, y este día
lo ha encontrado escarlata y malherido
en tus venas sedientas, ciudad mía.
Hasta despertar y ver que ha llovido
sólo la sangre que yo te pedía.
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